martes, 28 de agosto de 2012

El cerebro y el balon

Cuando la degradación cultural, la crisis educativa y de valores convergen en el orgullo de llevar determinada camiseta y a su vez es motivo de la mas altiva solemnidad con solo espacio para la chanza idiota y peyorativa hacia la camiseta contraria, tenemos un problema individual y por ende social, más propicio para el análisis sociológico o psicológico en su defecto.
La pasión exacerbada por un color es comprensible mas en edades tempranas o juveniles, causando un poco de escozor y vergüenza ajena observarla en adultos maduros jactanciosos de su merito personal y suerte por portar dichos colores.
Por que la evolución personal y el trasmitir valores, no significa mi retiro como aficionado, ni el impedimento del  disfrute del espectáculo deportivo (siempre y cuando lo haya), sino el cabal conocimiento de que no soy mas que nadie por "ser" de esa institución deportiva, ni más osado, ni con mas valor y lo mas importante no cambiare mi realidad, ni conseguiré mi salvación.
Parece evidente pero no lo es, la realidad indica lo contrario, y es que existe un imperante y excesivo fanatismo, que solo induce al pago con la misma moneda, a ignorar, a  la ironía sutil o hasta a veces declarada para que la así la entiendan mejor.
Abducidos por el color ignoran que la violencia física comienza en el lenguaje, que solo miden o revisan ante una esporádica o casual tragedia, tanto dentro como fuera de los campos de juego, parecería que toda esa testosterona futbolera de las redes recién se da cuenta ahí, cuando el cruel destino nos alcanza y nos recuerda frágiles y propensos a fatídicos avatares. Solo ahí recuerdan que las camisetas no pueden vestir su desnudez mental y que hay valores universales que trascienden colores o ideologías.
Según el grado de fanatismo se sufre en menor o mayor medida, es mas que evidente y todas esas proclamas naif que exhiben, se diluyen o inclusive también se obstinan cuando padecen las derrotas, evidenciando una terca incapacidad para leer y aprender de las mismas y lo más grave un escaso sentido del humor que muchas veces desemboca en una profunda tristeza temporal, en ocasiones excesivamente prolongada, según y de acuerdo el nivel de fanatismo que ostenten.
Me gusta el fútbol y el deporte en general, sus virtuosos, y sobre todo practicarlo. Es notorio el bienestar corporal que produce el deporte, con la consabida segregación de endorfinas. Me gusta contemplarlo desde el sofá alienado como cualquier otro mortal, pero siendo conciente que es solo un juego con gladiadores millonarios de extrema o a veces escasa profesionalidad. 
Concientemente alienado lo quiero contemplar, valga la paradoja, pero siempre con espacio para las risas, para las bromas y también por que no acercarme a la objetividad, ese carácter neutro que desconoce el descamisado amigo del improperio o la más burda obviedad.
Siempre huyendo de la idiotez que hace de su color una cuestión existencial, recordando su carácter efímero sin olvidar nunca la realidad, por que para escapar siempre hay cosas que dejan huellas mas profundas, como libros, películas o cualquier mera catarsis o actividad personal.
Para que caer en el fragor de la batalla dialéctica, acéfala e insustancial, de desbocadas emociones primarias, de anodinos argumentos, excesivo culto a la tribuna y de toda esa pobreza mental, para que tropezar con esa piedra, si vergüenza ajena nos da.
Mejor ausentarse, si el fundamentalismo y el humor nunca un abrazo se dan, por que cuando la educación y la cultura de vacaciones se van, crece la avalancha violenta en la montaña de la mediocridad.
La misma que desemboca en la navaja, las botellas rotas y el cántico soez del subnormal, entre tontas apologías, reiterados estereotipos y nula originalidad.
Porque educar las emociones, nutrirnos y ser una mejor sociedad, no esta reñida con la pelota, esa que al final detiene su curso, no como nuestro planeta que nunca para de girar.

jueves, 23 de agosto de 2012

Tonta moralina

Si hay algo previsible, aburrido e infantiloide es la moralina. Superficial, falsa y tontamente pertinaz, induce al aplauso de los inocentes y a la sonrisa del perspicaz.
Rígida y fatua despliega sus automáticas y estériles proclamas, sus tópicos y toda esa verborragia pueril más atenta al slogan que a la profundidad.
Amiga del autoengaño, la moralina tiende a exculparse de las miserias propias, a desconocer la condición humana o a profesar una ingenuidad digna de parvulario.
Detrás de ella siempre se esconde lo que adolece, esas carencias tan propias que todos tenemos y que es mas sano confesar, las mismas ruindades del ego que pocas veces explora, por mera hipocresía, eternos complejos o engañosa humildad.
La obsecuente moralina siempre juega en la liga menor de la moral, obstinada en convencer viaja en las pantallas, dejando una estela de frases hechas y cortos razonamientos, en sus vanos intentos de explicar la complejidad de estos monos acostumbrados a las mascaras. Esas mascaras  que ellos mismos nunca confiesan llevar
Acrecentada siempre en los Mesías de corto alcance se suele manifestar, dispuesta siempre a dar su lección lineal sin ahondar nunca en las grietas de la realidad que pretende explicar, como tampoco siquiera discernir su velocidad, su intrínseca ironía, su absurdo y mordacidad.
Son esas pequeñas mutaciones de Gibran, cambiando el mundo a cada instante, desde lejos irrisorios, acaso su lata de cerca mejor no escuchar.
La moralina los seduce y hasta los logra engañar, proclamándolos puros y excelsos, nunca contaminados por ningún pecado capital.
Esta moralina tan de moda, adepta al fácil aplauso, a la pobre cultura y al cándido mental, desconoce siempre lo que sabe la almohada, todas esas miserias, dudas y miedos que nunca podrá solapar.