Si hay algo previsible, aburrido e
infantiloide es la moralina. Superficial, falsa y tontamente pertinaz, induce
al aplauso de los inocentes y a la sonrisa del perspicaz.
Rígida y fatua despliega sus automáticas y
estériles proclamas, sus tópicos y toda esa verborragia pueril más atenta al
slogan que a la profundidad.
Amiga del autoengaño, la moralina tiende a
exculparse de las miserias propias, a desconocer la condición humana o a
profesar una ingenuidad digna de parvulario.
Detrás de ella siempre se esconde lo que
adolece, esas carencias tan propias que todos tenemos y que es mas sano
confesar, las mismas ruindades del ego que pocas veces explora, por mera hipocresía,
eternos complejos o engañosa humildad.
La obsecuente moralina siempre juega en la
liga menor de la moral, obstinada en convencer viaja en las pantallas, dejando
una estela de frases hechas y cortos razonamientos, en sus vanos intentos de
explicar la complejidad de estos monos acostumbrados a las mascaras. Esas
mascaras que ellos mismos nunca confiesan llevar
Acrecentada siempre en los Mesías de
corto alcance se suele manifestar, dispuesta siempre a dar
su lección lineal sin ahondar nunca en las grietas de la realidad que
pretende explicar, como tampoco siquiera discernir su velocidad, su intrínseca ironía,
su absurdo y mordacidad.
Son esas pequeñas mutaciones de Gibran,
cambiando el mundo a cada instante, desde lejos irrisorios, acaso su lata de
cerca mejor no escuchar.
La moralina los seduce y hasta los logra
engañar, proclamándolos puros y excelsos, nunca contaminados por ningún pecado
capital.
Esta moralina tan de moda, adepta
al fácil aplauso, a la pobre cultura y al cándido mental,
desconoce siempre lo que sabe la almohada, todas esas miserias, dudas y miedos
que nunca podrá solapar.
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