¡Julián!, ¡Julián!, llamaba a su vecino
con psiquiátrica insistencia. El sonido de su estruendosa voz nasal reclamaba
su presencia en el balcón contiguo para saciar así sus ansias cotidianas de
cotilleo. Escena habitual durante todo el verano, diaria alarma matutina que
martillaba mi cerebro desde su balcón frente a mi ventana, desatando mis más básicos
instintos o los más oscuros deseos.
Sus ojos de lechuza divisaban todos los
movimientos de la calle, ávidos de encontrar a cualquier vecino para someterlo
a sus breves interrogatorios banales con esa subyacente ilusión por averiguar
algo de sus vidas y así recompensar su espíritu de comadreo.
Manuel, Manuel dile hola a la abuelita insistía
con aniñados aspavientos, sometiendo al pobre infante a sus desmedidos
decibelios, escuchados por todos los vecinos cuando por las tardes le traían a
su nieto.
Su odiosa voz era el principal e
inexorable incordio veraniego, acentuado por el tronar de alguna moto pasajera
o por algún esporádico griterío que los niños emitían al bajar por la calle.
Su vigía constante no daba tregua. Gastaba
la mayor parte de su tiempo estival en ese balcón, sometiéndonos a la brutal
magnitud de su voz, posiblemente consecuencia de alguna sordera.
Denotaba una especie de ansiedad propia
de quien no soporta su propia soledad, o no encuentra una actividad mas fructífera
que regar las plantas o entregarse al parloteo.
Es el lado más oscuro de lo que llamamos
la idiosincrasia latina, en este caso tan exacerbada que confunde sociabilidad
con intromisión en la vida del prójimo, provocando muchas veces mi desmesurado
e interior desprecio.
El tenue espíritu gregario de mi edad,
cada vez más frió, no soportaba sus continuos y fastidiosos corneteos, al
llegar a casa, al salir de ella, leyendo en el ordenador o mirando la tv en el sofá.
Sus voceos inverosímiles, mitigaba muchas
veces colocándome aquellos tapones de goma de la fabrica en los oídos,
indispensables cuando ya el fastidio que me provocaba escuchar su voz no tenia
mas remedio.
En el balcón consumía su tiempo
veraniego, hostigando a conversar a cualquier vecino. A veces desde mi habitación
contemplaba por entre las cortinas sus ojos apetentes de algún dato personal
ajeno, saciando así esa especie de adicción que ninguna medicación podía subsanar,
solo silenciada por la reclusión a la que le obligaba el frío invierno.
Manuel, Manuel, dile hola a la abuelita, repetía
insistente como una subnormal, y sin recibir respuesta alguna de su abúlico
nieto, importunando otra vez aquel apacible sabatino momento.
Los desesperados gritos de su marido no
impidieron su caída, una revista del corazón y su cráneo ensangrentado yacían junto
a la acera, contemplados por los vecinos que se congregaban estupefactos e incrédulos,
salí a la calle sumándome a la muchedumbre.
¡Julián!, ¡Julián!, escuche de nuevo esa voz insistente y frenética, aturdido camine hacia la
cocina y coloque el café en el microondas. Era
aun temprano, entre la confusión y el sobresalto me mantuve cavilando un momento. Su voz de papagayo no cesaba en mi cabeza mientras recordaba que
solo había sido un sueño.
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