Fue al poco tiempo de llegar a Blanes,
trabajaba en aquel centro de disminuidos psíquicos en el que mi ex jefe y
colega Ariel se apresto a ofrecer unos gatitos que recién habían sido paridos.
Accedí gustoso y
sin pensarlo, tal vez por esa necesidad inconsciente de quien siempre adoleció
de una mascota o quizás por ese intrínseco e imperioso afán de compañía del ser
humano, acrecentado aun más por el hecho de recién haber emigrado.
Así que nos abocamos
a recogerlo en aquel ciclomotor, en una vieja caja de cartón agujerada
permitiendo su respiración y sus nerviosos maullidos insistentes de cría.
Mil aventuras
poblaron su existencia, desde aquella tarta de atún devorada, al ser
imprudentemente dejada a su merced por nosotros en la mesada de la cocina,
hasta aquel increíble rescate de balcón a balcón por un servidor al mejor
estilo hombre araña.
Su vocación
innata para meterse en problemas era casi un vicio, desde sus reiterados
encierros en los garajes del barrio hasta aquel día completo que permaneció en
un árbol, motivado seguramente por alguna persecución canina.
Siempre
afortunadamente con final feliz, en aquel caso del árbol siendo rescatado por
un comerciante de la zona al que supimos recompensar gratificándolo con una
botella de cognac Torres 5.
O aquel encierro
en un viejo almacén, advertidos al oír sus desesperados maullidos y al ver su
cabeza entre porosos espacios de hormigón que tuvimos que ampliar a martillazos
para otra nueva liberación.
Entraba y salía
de casa constantemente como si fuera una pensión, era el rey de la cuadra, sus
ojos bondadosos motivaba siempre la caricia de los vecinos del lugar, a los que
se entregaba dócil y placido.
Gris y blanco de
pelaje, ojos verdes de tenue oliva, respondía al tintineo del llavero en
cualquier ocasión, regalándonos esas cotidianas bienvenidas al terminar
nuestras faenas, conociendo también el coche y el ruido de su motor.
Obstinado
compañero de paseos por el barrio, siguiéndonos siempre atrás, casi
desconociendo su felina condición, recuerdo esas siestas mutuas en el sofá, yo
rascando su barbilla y ambos inducidos por esa dulce anestesia de los
estupendos documentales de la 2.
Y aquella semana fatídica
de su desaparición concluida en una mañana por su tímido maullido que nos despertó,
enigma no desvelado que perdura hasta el día de hoy.
Sus peleas,
rasguños en la cara, ese rengueo inquietante y alguna que otra internación,
manchas del historial de este Peter Pan felino que la vida a veces nos alteró.
Su aguda intuición
gatuna siempre ganaba la partida en esa hora que el estomago llama a la acción.
Por mas sigilo previo y extrema prudencia al abrir cualquier lata de sardina o atún,
nunca podía engañarlo siempre adivinaba mi intención.
Era implacable lo
detectaba siempre con antelación, saltando presuroso del sofá sin darme tiempo
de quitar de la lata el aceite que lleva en el interior.
Compañero
inexorable en la cocina a mis espaldas, impertérrito esperando siempre su
recompensa hasta que recibía su ración, ayudante culinario interesado en
cualquier ruido u olor.
Agradecido
compañero de viaje, en ocasiones demostrando su cariño al entrar por la ventana
algún pajarito o un pequeño ratón, obsequios esporádicos que inquietos recibíamos
entre nervios e incrédulas risas.
Aun lo recordamos
con cariño, como a todas sus lecciones felinas con ese apego desmedido que contrariaba
su idiosincrasia o su condición, en este escenario de bípedos mezquinos de
intereses y ambición.
Su eterno espíritu
jugueton que siempre abandonar le costo, su espacio a los pies de la cama, y
esos dolores de cabeza que también nos dio, sus correrías nocturnas y su alma
de comensal siempre dispuesto en la mesa del comedor.
Le dejo hoy este homenaje, por todas las alegrías
y la compañía que nos brindo, mejor que la de algunos humanos que estos huesos
ya un poco gastados alguna vez conoció.
No hay comentarios:
Publicar un comentario